martes, 11 de noviembre de 2008

YA NO NOS PONEN (TANTO) LOS MUSEOS

Pretenden que traguemos con que todo lo que hizo Picasso (léase el nombre de cualquier otra vaca sagrada del mundo del arte) merece ser expuesto. Pero ellos y nosotras sabemos que esto no es así. Sólo que nosotras pagamos unos pocos euros (eso si queremos, porque las sibilas no pagamos entrada) por una pequeña decepción y los señores del arte pagan cientos de millones, los gilipollas de ellos, por decepcionar según los cánones, es decir, cumpliendo con la ortodoxia del mercado del arte cuyas bases están escritas en capitalis quadrata sobre lingotes de oro.
¿Por qué llega tal o cual obra hasta un museo y no otras a la vista mucho más interesantes? Intuyo que los destinos de los (llamémosles) artistas son como los de las webs: pagas pasta (o mejor, lo hace alguien por ti) para ir escalando puestos en los buscadores hasta que te alzas al olimpo de los conocidos (que no reconocidos) y de ahí ya no hay quien te apee. A partir de ahí estarás en todas las búsquedas (fiestas, salas) y nadie sabrá porqué. Tal vez hiciste una vez una obra que mereció la pena pero eso ya no importa. Lo que haces ahora se vende bien y por tanto hay que manufacturar mucho, pero que mucho más rápido. ¿Qué cosa? ¡Lo que sea!
Galerías, museos y fundaciones, fondos públicos y privados entran al trapo y tú allí, delante de aquellas cosas sin entender nada. Sintiéndote como en aquella fábula del traje nuevo del emperador: hay que decir que son guays aunque te hayan aburrido (horrorizado, deprimido) un montón, no vaya a ser que sospechen de ti. Porque siempre habrá unos cuantos charlatanes, adalides de la modernidad, a los que aquello les parezca admirable.
Peor es aún cuando convences a algún inocente para que te acompañe a un museo argumentando que acercarse a ver una exposición es una opción provechosa y excitante. Cuando ambas estamos delante de aquellas cosas reniego de una de mis pasiones y me pregunto si yo misma creo en ello. Entonces me arrepiento de haber ido acompañada, de no ser una cara de idiota sola. Y sin saber por qué busco algo que decir; una justificación para aquello y aquellos. Una opción sería disertar sobre lo que allí delante tenemos componiendo espirales de frases que se enmarañen en bosques de párrafos sin sentido que doten de la presunción de inocencia a algo que es culpable de nadería y zafiedad por muy pedante que yo me ponga. Algo que se ha saltado todos los controles del buen gusto y la razón para llegar a donde está. Y QUE ENCIMA HABRÁ COSTADO UNA PASTA. Finalmente miro a mi acompañante y me encojo de hombros: Vamos a tomar una caña.
Creo que era Warhol el que decía que a la gente lo que en realidad le gustaría tener colgado en la pared es el dinero (¿somos así de gilipollas?) y él y muchos otros listos, entonces y después, vaya si nos la han dado.
No creo en nada, hablando en conciencia, que valga miles de millones de lo que sea salvo la propia vida. Y mucho menos unos gramos de pigmento sobre un soporte o un trozo de material dado forma o cualquier otra manifestación (llamémosle) artística. No merece la pena que perdamos ahora el tiempo en analizar cuando perdimos el norte y mucho menos en alimentar la esperanza de poder volver a recuperarlo.
De un tiempo a esta parte cuantas más ganas le pongo a cada nueva visita a un museo más decepcionada acabo. A veces, contemplando una obra, vuelvo la vista hacia mí y me recrimino no entender nada. La culpa la tengo yo por tener un cerebro humilde y no entender nada, me digo. Entonces miro a mi alrededor. Estoy sola. Tengo cara de idiota. Y por los dioses que será la última vez. Busco desesperadamente algo que decirme, algo que me haga cambiar de opinión. Tras unos segundos, como siempre, me digo: Necia, déjate educar por los señores del arte y entre tanto, si quieres disfrutar, ve a los museos de viejo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario