jueves, 12 de noviembre de 2009

VOLKSWAGEN NO ES MI AMIGO

Las multinacionales son monstruos sin alma, con una ambición desmedida y con un único y claro objetivo: hacer pasta; cuanta más, mejor. Nunca miran atrás y nunca reparan en nadie ni en nada que no sean ellos mismos y su causa.

Con el tiempo, estos monstruos etéreos (pero reales) terminan engullendo a todo el que se les acerca. La humanidad pasa a dividirse a sus ojos en siervos y víctimas; algunos de estos le son fieles, consentidores; otros menos; pero todos son (somos) siervos y víctimas al fin y al cabo. Mientras, los monstruos, sólo son fieles al dinero…

Algunos siervos, como digo, conservan su humanidad y reniegan de su condición, aunque trabajen para el monstruo. O no comparten su ética o no la entienden. No reparan en que su gurú no tiene alma y que no responde ante nadie; que no se detiene jamás.

Estos monstruos tienen una lujosa piel de cordero y se nos venden como amigos. Sin embargo, como ocurre con toda relación, el trato y el tiempo nos revela tal cual somos.

Volkswagen es una multinacional. Y hoy puedo manifestar, sin hacerlo a la ligera, que el monstruo Volkswagen no es amigo mío. Sin embargo, me compadezco de algunos de sus siervos con humanidad y por ellos dejo pasar ciertos desmanes. Tras lo que a continuación relataré, han quedado así cuentas entre el monstruo y yo que, de todas formas, hubieran sido imposibles de saldar cara a cara.

Algunos siervos, mezquinos y cercanos al monstruo, creerán que algo de todo esto va con ellos, que salvaguardan al padre espiritual y ganan méritos con ello. Mientras, muy por el contrario, el monstruo sólo es fiel al dinero.

Nadie nos obliga a comprar los productos que estos monstruos generan, que jodidamente cierto es esto, pero se ha instalado en nuestros pareceres la idea de que hacerlo son todo ventajas en cuanto a calidad y rendimiento, entre otras cuestiones. Pero como todo el mundo sospecha y, poco a poco constata, no es así.

El prestigio, casi siempre, se fundamenta en el desconocimiento. La garantía es la tregua de la confianza.

Pues bien, los dioses saben que soy una sibila pacífica y sosegada. Por eso me previnieron de comprar aquella prestigiosa máquina de humanos, pues con ello sabían que desafiaba a los dioses terrenales. A esos etéreos e hipertróficos monstruos de cien cabezas. Huelga decir que no les hice caso.

Compré un Volkswagen Golf Plus (me cuesta un tremendo esfuerzo siquiera mencionar estas palabras) después de mucho mirar y en detrimento de otras marcas, con motores y prestaciones semejantes sobre el papel, y notablemente más baratos. Según rumores Volkswagen proporcionaba un plus de calidad y rendimiento sobre estas otras marcas. Lo que yo quería, en realidad, era un coche para muchos años, aunque tuviera que hacer un mayor esfuerzo económico de partida. Todo hacía pensar que ese esfuerzo se vería recompensado en el tiempo. Es la idea que una tiene cuando piensa en abstracto y de forma poco reflexiva en estas marcas, que es casi siempre, puesto que no es una idea sino una sensación que parece natural, y que viene desde no se sabe dónde y se ha instalado en el colectivo desde no se sabe cuándo.

Es notorio que los servicios que prestan los talleres oficiales de estas marcas de coches reconocibles, son notablemente más caros que los servicios que prestan los talleres sin tanto boato ni cromado en las puertas. Sin embargo, como la imprudente sibila que les relata, siempre tuvo en la cabeza que para el mayor rendimiento de su querida y mimada criatura mecánica, lo mejor era que estuviera en todo momento en manos de conocidos, pasó siempre las revisiones pertinentes en el taller Volkswagen, un sitio, por otra parte, muy mono y muy agradable de estar.

Pues bien, entre otras bondades, mi coche tiene un turbo, que es un artefacto que produce el mismo efecto en su ser que las espinacas en Popeye. Me dijeron en el concesionario que la criatura que adquiría era de gama media-alta, que el turbo aquel era bueno para el coche y que no debía faltar en una máquina como aquella (yo nunca había tenido un coche con turbo). Pensé que era cosa de los avances tecnológicos, del “pogreso”. Pues vale.

Lo cierto es que tanto chisme debajo del capó daba grima, intranquilizaba un poco…

La realidad fue que el turbo aquel cascó unas semanas antes de cumplir la garatía LEGAL Y OBLIGADA. Remarco lo de legal y obligada porque dicha garantía no es una gracia de la casa, que concede de motu propio, por lo guay y prestigiosa que es, sino que tiene que darla sí o sí. No es constatable, pero si presumible, que si dependiera de la casa, tal garantía no se daría o no se daría gratis. Vamos, que después y llegado el caso, no sería ético ni de presumir apelar a algo que se dió y que ya cumplió, si esto no era más que una gracia a la que sencillamente se estaba obligado.

De hecho, con todo lo que me estaba sucediendo, acerté a ver muchas garantías, todas borrosas. Como una ilusión acerté a ver como en mi cerebro mutaban rápido. A ratos me veía en el momento de comprar mi coche y reconocía la garantía como una garantía sugestiva, es decir, esa que tienes la sensación que te dará la marca por el concepto que tienes de ésta y por el trato que te están dispensando mientras dura el desembolso.

Luego reconocí levemente una garantía razonable, ética, si queremos, es decir, una que abarcaba la vida útil del coche. Era ésa y no otra , pensaba yo, la que debiera haber marcado la durabilidad de los componentes que integran el mismo. Es decir, un vehículo y todos los componentes que lo integran, entiendo que deben estar fabricados para que duren toda la vida que se presupone al mismo.

No sé cuan larga es la vida de un vehículo como éste, dependerá de muchos factores, claro está. En condiciones de uso normales, tal vez ¿quince años? o ¿trescientos mil kilómetros? Supongamos que sí. Pues bien, haciéndose este uso correcto del mismo, el coche y todos sus componentes deberían estar garantizados durante ese tiempo.

Una puede asumir (aunque no debería suceder) que sobrepasado el 70% o el 80% de esa vida estimada, alguna pieza del coche pueda dar muestras de su agotamiento o sencillamente falle, pero nunca en los dos meses siguientes a la expiación de la garantía legal y obligada, que se corresponde con la infancia del vehículo, como así sucedió. Es como si se garantizara el corazón y los pulmones de un ser humano durante los diez primeros años de vida. Podría ser legal, pero no sería ético, ni justo, ni de recibo.

El coche había sido tratado siempre como uno más de la familia. Había dormido siempre calentito y se le había exigido lo justo (tenía treinta y tantos mil kilómetros cuando sucedió). Todas las revisiones y atenciones le habían sido dadas por caras conocidas y fieles al monstruo; siempre en sus plazos.

Nadie supo explicarme entonces cómo había podido suceder una cosa así. Yo no había hecho otra cosa que seguir los consejos de la marca y de los fieles que me lo vendieron, pensando en que mi coche duraría así para siempre.

En el concesionario me decían que aquello no era normal, pero que no me preocupara porque el coche estaba en garantía y la reparación era gratuita. Vaya si me preocupé.

Dos años y medio más tarde, unos treinta y tantos mil kilómetros más allá (con setenta y nueve mil kilómetros), el turbo volvió a fallar. Estaba a doscientos kilómetros de casa, camino de casa de mi abuelita. En esta ocasión tuve que dejar mi “Volks” en un depósito de coches a la espera de que fuera traído por el seguro al taller de siempre, el de la marca.

Tardó una semana. Era agosto. Pasó otra semana antes de que el taller me diera el diagnóstico (era agosto). ¿Lo adivinan?: Se había vuelto a cascar el turbo. Esta vez, según la marca, ya no me amparaba ninguna garantía. Eso significaba que nadie estaba dispuesto ya a asumir responsabilidades, por muy amigos que Volkswagen y yo hubiéramos sido en el pasado. Vamos, que estaba sola y jodida.

La avería costaba 1700 euros, casi trescientas mil de las antiguas pesetas; más de un cuarto de los antiguos millones; un 7% de lo que costó el coche.

De repente lo vi todo cristalino: Si la primera avería hubiera sucedido unas semanas después, ahora estaría pagando el segundo turbo. Algo perverso.

El jefe de taller sólo tuvo que echar un vistazo a mi expediente en el ordenador para ver que aquello era “inexplicable” e injusto. De él salió, supongo que por vergüenza, la idea de pedir lo que vino a llamar una “atención comercial” al monstruo etéreo de cien cabezas.

El monstruo dijo NO, sin más.

Entonces el jefe de taller me facilitó el teléfono del servicio posventa y se quitó sutilmente de en medio en lo que a mí me pareció una maniobra mezquina. Aquel concesionario me había convencido para comprar tiempo atrás el coche. Fueron sus comerciales los que me dijeron “compra este coche, no te arrepentirás”. También son ellos los que se embolsan puntualmente el dinero de cada revisión. Sin embargo, en aquellos momentos críticos, quisieron hacerme creer que la cosa no iba con ellos. Lejos de ser ellos los que mediaran con el monstruo, se desdibujaron, se diluyeron, se esfumaron.

Llamé a posventa, vaya si llamé. Le dije a una señorita todo lo que tenía que decir. Me habló de un expediente abierto y de que habría que esperar.

Más tarde me llamó un señorito del departamento de atención al cliente. Volví a contarle a éste mis miserias. Tal y como éste último me lo pintaba, el departamento posventa eran los malos y el suyo eran los buenos. “Ambos departamentos no tienen nada que ver”, me dijo. Me dijo también que me mantendría informado de todo.

Pasó una semana y luego otra y otra más y así hasta cuatro. Cada dos días el señorito del departamento de atención al cliente me llamaba y me agasajaba con doña tal por aquí doña tal por allá, y estamos trabajando en lo suyo, y en cuanto me den una respuesta la informaremos… Vamos, que se puso en marcha todo el protocolo de la diplomacia asociada al engaño fino y pérfido. Siempre el tono de la conversación era tenso, como podrán imaginar. Y yo, que acostumbro a vivir en paz conmigo y entre las mías, quedaba jodida varias horas tras cada conversación. Continuamente me instaba el señorito a que arreglara y pagara la avería. “Para ganar tiempo”, decía y me aseguraba que si luego la situación se resolvía a mi favor me devolverían el dinero. Yo le decía que me suministrara la pieza gratis y que, después, si la situación se resolvía a su favor, les haría un ingreso por el importe. Ninguno de los dos confió en el otro. Vaya una amistad la nuestra.

En cada llamada la respuesta final se posponía para dos o tres días después. Tras expiar el enésimo plazo llamé al concesionario para averiguar si sabían algo. Cual fue mi sorpresa cuando me dijeron que la marca se iba a hacer cargo del dichoso turbo. Me imaginé entonces al monstruo dando la orden y en seguida pude reconocer su actitud como la de alguien rencoroso y de baja ralea. Aquel amigo del que me habían hablado y que una vez quise a pesar de no habernos presentado nunca, en realidad, jamás se había comportado como tal.

Unos días más tarde pude recoger mi coche.

Cuando estuvimos a solas mi coche y yo, aún nos miramos el uno al otro con desafío. Tal vez la relación entre nosotros haya quedado dañada para siempre.

Como último desmán e incongruencia he de contar que, pese a haber admitido el monstruo que la avería era un fallo ajeno a mí, y que en circunstancias normales nunca habría tenido que visitar el taller ni haber hecho gasto alguno, el taller me cobró la mano de obra.

En fin, pasado el tiempo, mi “Volks” y yo estamos intentando rehacer nuestras relaciones. Pensar ahora en todo aquello que sucedió me lleva a sacar algunas conclusiones. Una de ellas es que soy una verdadera especialista en no cumplir requisitos necesarios. Otra es que dentro de treinta y tantos mil kilómetros tendré que volver a ponerme en contacto con el monstruo, lo cual me produce un hastío indescriptible y me lleva a la conclusión principal, que no es otra que la de que Volkswagen y yo no somos amigos. Y es más, dudo que un ser así, tenga muchos amigos. Más bien conocidos que aun no se han cruzado entre él y sus intereses. Cuidado con estos monstruos. La que avisa no es traidora.

jueves, 3 de septiembre de 2009

CERTEZAS Y SOSPECHAS EN 9.58 SEGUNDOS

A mí me enseñaron en el colegio que un segundo es apenas nada, un “zas” y ya está. Y que el tiempo por debajo de eso no merece la pena ni planteárselo, que virtualmente existe pero que a efectos prácticos no consta. Y en esas he vivido durante mucho tiempo.

Sin embargo, el otro día, cuando Usain Bolt batió de nuevo sendos récords del mundo, en cien y doscientos metros lisos, me acordé de lo aprendido en el colegio. Cuando vi aquello en la televisión tuve la necesidad de traducirlo a mi mundo, al conocido de todos, al aprendido en el colegio. Pensé, “pero si mi zancada en carrera no será mayor de metro y medio”. Poniendo por caso que la de Usain Bolt fuera, no sé, de tres metros (¡qué barbaridad!), si esto fuera posible, querría decir que este señor recorre diez metros en tres zancadas más o menos. La media da como resultado pues, que esos parciales diez metros los cubre en algo menos de un segundo.

Todo este razonamiento no era sino para certificarme a mí mismo que Bolt era (es) capaz de colar tres zancadas en cada segundo de la carrera, lo cual es algo para lo que mis profesores del colegio, lógicamente, no hubieran tenido explicación.

En fin, que siendo así, y siempre según la tele, lo que realmente me asombra de este tipo no es que pulverice récords del mundo, sino que haga cosas en un espacio de tiempo que los demás ni siquiera consideramos.

Siempre me ha fascinado como los atletas entrenan duro con la única meta de superar las marcas ya establecidas, y parece que lo consiguen, pero de forma casi imperceptible. Apenas un centímetro en un salto de altura o unas centésimas en una carrera ponen todo el planeta patas arriba. Sin embargo, la importancia de estas hazañas tienen una fecha de caducidad variable. Duran el tiempo que otro fulano tarda en rebajar un poquitirriquitín esa marca. A partir de entonces el esfuerzo extremo de tal vez toda una vida, queda relegado a un difuso recuerdo colectivo o sencillamente al olvido.

“¡Once centésimas! Es una barbaridad”, decían el otro día los comentaristas. “Ooooh”, contestábamos los que nos admiramos ante todo siempre. Y, claro, automáticamente el señor de la hazaña queda convertido en una deidad y todos quieren saber de él, estar con él y le pagan mucho por casi cualquier cosa porque él se lo merece.

Entonces y sólo entonces me da por pensar en el cronómetro que es capaz de diseccionar el tiempo de esa manera. Debe ser una herramienta extremadamente precisa. ¿Qué currito se responsabiliza de esos chismes? Sinceramente, creo que esa precisión tampoco es cosa que esté al alcance de humanos. Yo no creo que pueda garantizarse que un señor haya corrido exactamente la misma distancia y que ésta se haya medido con igual precisión en Berlín y París (hala, ya lo he dicho). Supongo que esos chismes tendrán unas tolerancias y unos márgenes de error. Incluso la longitud de las pistas estarán afectadas por un margen de error. Como todas las creaciones del hombre.

Afirmar que un señor ha rebajado once centésimas de segundo una medición anterior es de realidad virtual.

Por lo demás, no se qué puñetas significa que un hombre corra los cien metros en nueve segundos y cincuenta y ocho centésimas, ni que este señor sea el nuevo mejor deportista de todos los tiempos. Son sólo historias de humanos…

jueves, 14 de mayo de 2009

ANTONIO VEGA

A trabajos forzados me condena
mi corazón, del que te di la llave.
No quiero yo tormento que se acabe,
y de acero reclamo mi cadena.

No concibe mi alma mayor pena
que libertad sin beso que la trabe,
ni castigo concibe menos grave
que una celda de amor contigo llena.

No creo en más infierno que tu ausencia.
Paraíso sin ti, yo lo rechazo.

Que ningún juez, declare mi inocencia,
porque, en este proceso a largo plazo,
buscaré solamente la sentencia
a cadena perpetua de tu abrazo.

No creo en más infierno que tu ausencia.
Paraíso sin ti, yo lo rechazo.
Que ningún juez, declare mi inocencia.

miércoles, 1 de abril de 2009

QUIMERAS

















Sucede en las calles. Concretamente en las de la ciudad francesa de Le Mans. Se trata de una propuesta chic para crear un ambiente curioso y atraer gente. Ocurre durante las noches de verano y se conoce como La noche de las quimeras (La Nuit des chimères). Se proyectan imágenes de vivos colores sobre fachadas de diferentes edificios, sobre vallas o sobre cortinas de agua.
Cuando vi esto pensé si podría aplicarse a una ciudad pequeña, feucha y olvidada para que ésta tuviera una oportunidad. Siempre sería más fácil que arrasarla por completo y empezar de nuevo que, en realidad, sería la única solución buena de verdad.
Las que pasamos tiempo en una ciudad de provincias, donde rara vez ocurre algo, nos emocionamos imaginando cómo sería una noche de las quimeras en un lugar vulgar y detenido. Si sería posible embellecer la ciudad maquillándola. Esa pobre ciudad ajada por la majadería o la especulación a lo largo de los años. Una ciudad cuyos edificios y calles sugieren no importarles a nadie. Cómo sería que esta ciudad cobrara vida al menos por una noche y recibiera visitas procedentes de montones de lugares. Salir y perdernos en sus calles de paredes vivas, ondulantes. Hacer unas fotos; beber algo; conocer a alguien. Vivir una experiencia valiosa. Escuchar música mezclad@s con la gente en bulliciosas plazas o perdernos en calles más oscuras y solitarias.
En las ciudades feas y a la deriva también podrían suceder cosas así…
Y perdonad si comparo la maravillosa ciudad medieval de Le Mans con un pedo cansino de ladrillo y mortero, pero algo tiene que poder hacerse. Algo debería hacerse, porque me horroriza pensar que los vecinos de ciudades así, vivirán y morirán rodeados de tristeza su corta vida; y que algunos, incluso, ni se darán cuenta de ello.
Los sentidos y el corazón dan de sí mucho más. Basta con una pequeña ilusión. Por los que son conscientes de lo que les rodea, sería bueno que desaparecieran los convidados de piedra y, ya puestos y si fuera posible, que la crisis se llevara a todo aquel que antaño no pensó más que en el dinero y en sí mismo y nos rodeó de mierda.
Tal vez, si todo esto sucediera, podríamos entonces apagar las luces y encender los proyectores. Y dormiríamos, bien entrada la mañana, con una gran sonrisa en la boca.

martes, 17 de marzo de 2009

EL MIRADERO 2

Decepción. Eso fue lo que sentí cuando visité el Paseo del Miradero de Toledo. A este paseo le falta alma; los elementos que lo componen carecen de pasión y belleza. Da la sensación que se han gastado todas las energías (y el dinero) en las plantas inferiores y han dejado un poco de aliento para el final que se suponía iba a ser la zona más bella del conjunto. Sinceramente creo que después de tanto tiempo cerrado, los toledanos se merecían algo más.

Yo pensaba que Moneo iba a conseguir asombrarnos con alguna solución arquitectónica que no dejara impasible a nadie, con alguna solución estética que removiera nuestras entrañas y nos sacara del aletargamiento arquitectónico que sufre Toledo.
Creo que la arquitectura contemporánea en esta ciudad podría ser algo más que hormigón visto, si alguien se atreviera a desafiar esa norma no escrita. Integración si, hastío no.

miércoles, 11 de marzo de 2009

MI BLABLABLÁ FRENTE A BLU



Parece ser que el corazón se endurece con el tiempo a la par que la razón se torna más desconfiada y los sentidos más perezosos y altaneros; menos alegres y extrovertidos. Ya no reciben casi todo lo que les llega con el mismo agrado y la misma blancura que antaño, cuando éramos jóvenes. Y parece también que lo que nos emocionó en el pasado ya no nos emociona de la misma manera hoy; que el cariño por los objetos, las imágenes, las texturas, los sonidos y los olores se desgasta.
El paso del tiempo nos vuelve descreídos, nos revela la verdad de las cosas y las torna grises e impuras (nos hace perder la inocencia). Nos obliga a cuestionarnos las leyes que rigieron nuestro pasado. Y esperamos a que lleguen estímulos nuevos; verdades nuevas; leyes nuevas. Y recurrimos a las antiguas y ya no valen, o al menos no como antes. Apenas nos queda el recuerdo de cómo las sentíamos y las amábamos, casi como algo extraño; como una bofetada.
Cada estímulo parece hoy más complicado de despertar (ayer era, sin embargo, el pan nuestro de cada día). Aunque eso no nos amedrenta a la hora de buscar nuevos alientos que nos motiven y nos mantengan en la brecha.
El gusto por cualquier cosa es algo que se crea, se transforma y se destruye. A veces nos resistimos a abandonar el amor por una obra y volvemos a ella una y otra vez esforzándonos por sentir lo que sentíamos antaño. Es costumbre entre los mortales guardar copias de las obras que les gustan. Llegado un punto rara vez se revisarán y si se hiciera, debería ser con cuidado, pues la revisión continuada podría hacerles perecer en sus sentimientos. Podría volver las obras invisibles o estériles las sensaciones de estos. Ese acto reiterado las va volviendo contra ellos. Porque, aunque todos (sibilas y humanos) estamos hechos de sentimientos y sensaciones, éstas no son eternas y deben renovarse. Debe haber una búsqueda continua. Esto es algo que no podemos abandonar.
De otro lado, tal vez por eso tratemos de pasar a los demás el cariño por ellas, con la intención de prolongar un poco más el propio. A veces vemos cómo alguien sigue una senda semejante a la nuestra y descubre la verdad de algo de la misma manera en que lo hicimos nosotros. Ver sus límpidas sensaciones, su amor naciente, nos ayuda levemente a revivir de alguna manera las nuestras, ahora en proceso de oxidación.
A veces sentimos con la memoria y no con el corazón.
Las cosas son como son y no hay nada más en ellas. El resto lo ponemos nosotros. Las cosas tienen tantas almas como observadores y el aspecto externo gana terreno al aspecto sentimental con el discurrir de los años. El valor de las cosas va quedando en el camino para nosotros. El patrimonio indiscutible está en la materia. El otro tenemos que prenderlo en los demás.
En el presente de todos cada nuevo puñetazo de frescas emociones/sensaciones es un puto alivio, aparte de una tremenda alegría, porque ésta es la materia de la que están hechas la inercia vital, la salud (la otra), la voluntad, la ilusión y las ganas de vivir; una señal de avance, de no-estancamiento.
Por eso hay que incidir en los sentimientos cuando estos están receptivos; hay que morir (si se quiere, en sentido figurado) cuando se moriría por algo.
No sé si Blu tiene en mente todo esto cuando trabaja, pero es lo que me ha dado por pensar cuando he visto sus animaciones. Blu, es el nombre con el que se conoce a un artista argentino que proviene del mundo del grafiti. Su arte callejero ha ido derivando hasta la animación. Resulta sorprendente y maravilloso ver como esos dibujos tan interesantes cobran vida en los muros de tapias y edificios anodinos.
Blu pinta algo, pone el cariño en algo que va a destruir tras hacerle una foto, en favor de su cinética posterior. Destruye su obra sepultándola bajo otra nueva; y de ella sólo queda el testimonio de la imagen fotográfica.
En ocasiones, en un frame (fotograma; fotografía), aparecen transeúntes, espectadores ocasionales; amigos. A Blu no le importa. Embellecen el producto y le confieren un carácter extraño. Por un lado le proporcionan autenticidad. Por otro resaltan el concepto de efímero; de algo puntual que está sucediendo allí y en aquel momento; sin posibilidad de repetición.
Asombra la duración de las animaciones, que ronda los siete u ocho minutos. Eso revela la capacidad de sacrificio de Blu. Su compromiso. Su colosal trabajo. Huelga decir que hacen falta muchas (muchísimas) pinturas para conseguir una animación de siete u ocho minutos.
Por otro lado, lo hace a la vista de todos. Compartiéndolo, dando la posibilidad a los demás de ser parte esencial de la obra.
Un matiz fundamental por lo que emociona una obra artística es porque la sabemos hecha por alguien; por un semejante. Emociona pensar en la pasión puesta por ese alguien; en su latido en cada gesto; en su forma de vivirla. Cabe pensar en la bondad de su arte; en sus intenciones; en su sinceridad; en su verdad. En Blu todo eso es constatable de primera mano.
Existe en el ser humano la necesidad de perpetuar la belleza, tal vez por su fe en que ésta sea un vehículo de felicidad. Pero qué pasa con la belleza efímera. Ésta crea un estado de ansiedad pues no podemos apropiárnosla. El arte efímero no tiene la oportunidad de envejecer y de echarle un pulso al cariño; ese que puede que se borre con el tiempo.
Es cierto que siempre queda testimonio, ya sea fotográfico, videográfico o de cualquier otra índole. Pero la obra original se pierde para siempre. Y los que han asistido pueden guardarla en la memoria con todos sus detalles por un tiempo limitado. Luego se va deshaciendo, se va desenfocando, empañando (lo que se ha registrado es otra cosa). Y aunque se nos va otro vehículo de felicidad, cabe la posibilidad de pensar que mereció la pena y qué es mejor así. Ahora, hay que afanarse en tropezar con otro.

martes, 10 de marzo de 2009

EL MIRADERO

El tiempo pasa. Su paso se hace notar en los humanos y en sus ciudades. Las sibilas nos mantenemos inalterables, pero observamos como cambia el mundo a nuestro alrededor. Incluso una ciudad milenaria como Toledo, donde el tiempo parece haberse detenido en cada callejón y cada plaza, de vez en cuando nos muestra que se hace mayor y tiene que hacerse pequeñas reparaciones como les ocurre a los mortales. Esta mañana nos hemos paseado por Toledo y hemos visto algo diferente. El conocido Paseo del Miradero de la ciudad de Toledo se ha hecho un cambio de cara y el artífice es el arquitecto Rafael Moneo. Los cambios son cambios, da igual si nos gustan más o menos, las sibilas tenemos toda una eternidad para ver como, sobre el edificio de Moneo dentro de un siglo, se alzara otro y después otro y así sucesivamente. Para los Toledanos han sido cien años viendo envejecer el paseo del Miradero para nosotras sólo ha sido un parpadeo y el Miradero ha cambiado. Cuando volvamos a parpadear y a mirar hacia Toledo, el Miradero se habrá hecho aun más viejo y los humanos, como siempre, le habrán quitado las arrugas.

viernes, 6 de marzo de 2009

A TODOS LOS CORAZONES SIN CONSUELO

Perdóname
por todos mis errores
por mis mil contradicciones
por las puertas que crucé
discúlpame
por quererte igual que antes
por no poder callarme
ni siquiera hoy lo haré

hay demasiados
corazones sin consuelo
es demasiado frío este momento
cuando siento que te pierdo

entiéndeme
por todas mis locuras
fueron la mitad mas una
de las que te he visto hacer
discúlpame
si te duele lo que veo
demasiados buitres negros
tu eres demasiado bueno para ellos
tu eres demasiado bueno para ellos

hay demasiados
corazones sin consuelo
es demasiado frío este momento
cuando siento que te pierdo

hay demasiados
corazones sin consuelo
es demasiado frío este momento

hay demasiados
corazones sin consuelo
es demasiado frío este momento
cuando siento que te pierdo


viernes, 13 de febrero de 2009

MARKETING MIX

Hace unas semanas conocí a Ismael. Ismael es un hombre larguirucho, con unas manos gigantes, que está al frente de una pequeña librería de viejo. Me contó con evidente amor como, él mismo, había cosido y encuadernado a mano algunos de los libros que vendía. No sé si han experimentado en alguna ocasión el placentero vaivén al que te llevan las palabras de alguien que te cuenta con cariño, con pasión y con conocimiento de causa algo que quieres escuchar.
Ismael me enseñó lo que era chiflar (preparar) una piel para encuadernar un libro. Me contó como había chiflado las pieles que usaba para forrar las cubiertas de algunos libros; me hablaba de un pequeño telar, de cómo tintaba las guardas a mano o de cómo confeccionaba los diferentes estuches que embellecían varios de los libros que me mostró. Me contaba cómo restauraba las páginas de algunos libros viejos con papel de fumar y cuánto apreciaba la calidad de una buena impresión o la bonita composición de una página.
Lo que habría dado por ser él en aquel momento. Podía entender todo lo que me contaba.
Con el máximo respeto de que fui capaz le pregunté si aquello le daba para vivir. Me contestó que no era rico, pero que era feliz.
“Joder, ¿qué no es bastante?”, pensé yo.
Aquello me recordó un desagradable episodio que me había sucedido unos días antes. Una importante editorial ha lanzado recientemente al mercado una colección para celebrar su no sé cuántos aniversario. La oferta de lanzamiento era barata y no por ser ésta una tramposa práctica habitual consiguió reprimirme. Se vendía por poco dinero un libro de un autor americano (que vende bien fuera) y el catálogo de la editorial, ambos en pasta dura. Los compré, como digo.
Aquella producción a gran escala, estudiada y diseñada para vender mucho, traía consigo una merma en la calidad de los productos (de los libros en este caso). La tipografía, por ejemplo, estaba empastada en algunas páginas y descolorida en otras. La anodina encuadernación, evidenciaba además las marcas de algo hecho en serie, rápidamente y sin cuidado. Los libros tenían golpes y raspaduras. Y no eran ese tipo de marcas que van haciendo el uso y la edad y que embellecen toda superficie, sino que eran de esas otras hechas por la prisa y el descuido y que confieren un aspecto desalmado a todo lo que tocan. Aquellos libros eran como ladrillos. No invitaban a la lectura. No eran objetos cálidos. No tenían aspecto de querer transportarnos a otros lugares y contarnos interesantes historias que les ocurren a otras gentes.
Recapacité sobre Ismael y de repente se me revelaron horribles todas aquellas teorías del marketing mix que había leído y oído en múltiples ocasiones.
El libre mercado (la sociedad de consumo, el capitalismo, bla bla bla) y su arma más potente, el marketing, nos han convencido a unos de que el objetivo es vender; ganar y hacer ganar; amasar cantidades obscenas de pasta; independientemente de lo que se venda. Y nos ha convencido también de que el que pretenda estar fuera de esto es un ingenuo o un retrasado mental (o las dos cosas).
A los de enfrente, a los consumidores, también nos ha envenenado. Nos ha hecho creer que el fin es comprar ciega y compulsivamente, en contra de un consumo racional-inteligente-exigente, que vaya más allá de los fx publicitarios.
A veces no me queda otro remedio que pensar que las tesis del marketing mix son una aberración nacida de este modelo de sociedad. Con una sensibilidad cínica (porque no es tal sensibilidad) sólo piensa en abastecer-contentar-noquear las necesidades (léase necedades) más primitivas de consumo del ser humano, sin poner mucha alma en la tarea; sin pensar realmente en la felicidad que tal servicio o producto podría aportarle al receptor final, sino en el beneficio que reportará si se ofrece lo que, por otra parte, se induce a demandar, envuelto con luces de neón.
El Marketing ampara infamias tales como pensar, a la hora de montar una empresa o idear un producto, única y fríamente en lo que demanda el público, por delante de nuestras habilidades y deseos naturales, esos en los que nos gustaría poner todo nuestro empeño y cariño. Nos alecciona el marketing para que rastreemos una necesidad en el mercado y automáticamente la satisfagamos. Parece el mundo al revés.
Hacer lo que uno desea y ofrecer a otro lo que quiere y a veces no encuentra, deja felices a ambos.
Tal y como Ismael lo veía se trata de cubrir unas necesidades de felicidad por ambas partes, en vez de cubrir las necesidades consumistas de ciertos clientes de plástico, provocadas por un espejismo publicitario muy probablemente.
Por otro lado, ganar más pasta de lo necesario es algo innecesario por definición. Y lo innecesario, lo superfluo, se termina volviendo en nuestra contra más tarde o más temprano, por una causa o por otra.

martes, 3 de febrero de 2009

LA INSOPORTABLE LEVEDAD DEL SABER

Lo prescindible es olvidable.
Yo tengo mala memoria, como casi todo el mundo. Los que dicen lo contrario es porque no recuerdan lo que han olvidado.
Aprendemos poquito, despacito y lo olvidamos pronto. De lo que hemos aprendido a lo largo de un año no recordamos casi nada al siguiente. De hecho parece ser que la sabiduría y la memoria son primas hermanas.
Una vez nos examinaron de lo aprendido en primero en tercer curso y nadie aprobó. Escasamente aprendemos lo que es fruto de una rutina. Toda una vida entera superando pruebas y gastando un tiempo inútil como Ulises. Somos unos tontos jodios que nos creemos más listos que el de enfrente porque tuvimos las santas narices de enfrentarnos a una dura prueba intelectual (y la superamos) un día de nuestras vidas.
Y estudiamos masters y cursos de apoyo y aprendemos más y olvidamos más y gastamos más tiempo. “Explíquenme lo que tengo que hacer, lo aprendo, lo hago y se acabó. De ocupar el resto del tiempo ya me encargo yo”.
No se puede tener demasiada fe en los conocimientos adquiridos porque estos, al contrario que la energía, se crean y se destruyen continuamente. Parece que el saber sí ocupa lugar. Y que la letra no entra con sangre, o tal vez puede que entre, pero sale inmediatamente como alma que lleva el diablo, por principios. Los conocimientos que no se ejercitan de alguna manera se volatilizan en nuestro cerebro sin apenas percibirlo; se borran sin más; van a la papelera.
Conozco casos de personas con cargos importantes que han superado duras oposiciones o fuertes carreras, que confiesan que si tuvieran que hacerlo otra vez no saben si lo harían. No están muy seguros de que haya merecido la pena el esfuerzo.
¿Por qué valoramos tanto los conocimientos adquiridos? ¿Y los de los demás?
Ahora parece que a las amas de casa y a la gente que ha cuidado enfermos se les van a reconocer esos conocimientos empíricos y se les van a convalidar para acercarles a un centro oficial y que acaben unos estudios que puta falta les hacen, para que les den un título que puta falta les debería hacer, para que lo tengan mejor a la hora de conseguir un empleo. Pero qué cojones, el empleo deberían dárselo ya, antes de que olviden lo que saben hacer.
Pero si nos acojonamos cuando tenemos que hacer una división por dos cifras con un lápiz y un papel. Y eso es de preescolar.
Y es que al final sabemos cuatro cosas. Y el caso es que nos bastan. Para el día a día echamos mano de un arma de la que a veces parece asustarnos depender: la capacidad de pensar; el sentido común. Eso sí que no se olvida; eso sí se renueva.
Recuerdo una anécdota de una carrera. Fue en un examen de cálculo. Y aquella carrera no era precisamente de ciencias. De hecho era una de esas asignaturas que están en los planes de estudios para tocarle a una las narices.
Yo no había ido por clase en todo el cuatrimestre como era costumbre. Había fotocopiado los apuntes de alguna bienpensada que sí lo había hecho, me había hecho con los exámenes de otros años y allí estaba, sentada, esperando nerviosa mi hoja de examen.
De pronto va el tío y antes de repartir los exámenes nos dice que no podemos usar la calculadora. “¡No me jodas macho!”. No me lo podía creer.
Me puse a hacer el examen y al momento ya no me fiaba de nada. No estaba segura de si 8 + 9 eran 17 o qué puñetas eran.
Sin embargo, me sonreía. Pensaba en la jugada y me reía. Era la primera vez en toda la semana que dedicaba unos minutos a pensar de verdad. Aquel tipo sólo pretendía que confiáramos en nosotros mismos y en nuestras habilidades. Me di cuenta de que el examen lo había preparado mal: Tenía que haber empezado mucho más atrás, repasando la suma, la resta, la multiplicación y la división. Caí en la cuenta de que estaba allí, en mitad de una carrera universitaria, y no sabía ni dividir si no tenía una máquina cerca. Aquella revelación hubiera sido suficiente para abandonar la carrera si hubiera tenido una pizca de valentía. Pero la acabé.
Salí de aquel examen con una sensación extraña. Empecé a pensar en todo lo que había estudiado hasta entonces. En todo lo que había superado hasta llegar allí. En los conocimientos que se me suponían y que no tenía. En lo puta y frágil que era mi memoria.
Hace unos días oí una noticia que me recordó todo esto. Según los resultados extraídos de un reciente estudio, si volviéramos a examinarnos del carnet de conducir, suspenderíamos prácticamente todos. La cosa era obvia, pero alguien se entretuvo en corroborarlo. Volví a caer en la cuenta entonces de que, efectivamente, salvo lo de montar en bicicleta, lo demás se olvida todo más tarde o más temprano.
Hoy hago la o con un canuto. Hace muchos años que vengo haciendo la o con un canuto. No invertí más tiempo en doctorarme o masterizarme. De hecho, a fecha de hoy, no sé hacer otra cosa que la o con un canuto, pero qué bien me sale la puta o con un canuto y qué feliz me hace.
Y me preguntan en el trivial y digo, joder, si esto lo estudié en algún momento. Pero nada, ni puta idea. Y mi sobrina, que tiene quince años, contesta con una sonrisa burlona.
Pues mira bonita, no voy a repasar eso porque no me interesa y exige un esfuerzo intelectual y yo hace tiempo que suelo elegir mis esfuerzos intelectuales.

viernes, 23 de enero de 2009

EL ARTE DE EQUIVOCARSE

Los mortales buscan la perfección. Éste es un hecho que resulta digno de admiración, aspirar a realizar un trabajo o una actividad cualquiera buscando ser lo más perfecto posible es un deseo más que meritorio. Todos buscamos ser mejores en lo que hacemos y, no sólo por un reconocimiento externo que, la verdad sea dicha, siempre nos motiva, sino también por una aspiración personal muy ligada a lo esencial del ser humano: demostrarnos que sabemos hacerlo. El problema comienza cuando esa búsqueda de la perfección queda sólo en un intento y no se logra de forma real. Muchos humanos no valoran los intentos y las equivocaciones que esa búsqueda conlleva. Debemos hacerlo bien, sabemos hacerlo bien, podemos hacerlo bien… resultado probable: lo vamos a hacer bien. Resultado real: casi nunca lo hacemos bien. Y esa sensación de equivocación, propia de los seres humanos, parte en gran medida de su noción de la perfección y de las aspiraciones puestas en ello. Nosotras, las sibilas, llevamos siglos viendo a los humanos equivocarse y lamentarse por esa causa. Decisiones erróneas, trabajos mal realizados, artistas que no logran el resultado que pretendían con su obra, todos estos hechos suelen suponer para los humanos una profunda sensación de fracaso y desánimo. Sin embargo, nosotras, que os miramos desde lejos, vemos con una perspectiva panorámica como muchas de esas equivocaciones han ido haciendo especial ese mundo que habitan los mortales. El músico que se equivoca en su gran actuación, el futbolista que falla el penalti definitivo, la pareja que se equivoca al elegir un electrodoméstico, la película que nos equivocamos al elegir cuando vamos al cine… Todas esas equivocaciones son las que nos enseñan a disfrutar el que, afortunadamente, muchas veces acertamos y, aunque no alcancemos la perfección, estamos en ello. Pero hasta en las equivocaciones hay maestros. Personas que cuando ha llegado ese momento tan esperado por ellos en que tenían que demostrar su valía, cuando todo su trabajo se había centrado en ese instante… se equivocan. Y además se equivocan a lo grande. El mural que se fastidia con la última pincelada, la palabra que arruina todo un discurso, la nota que destroza una interpretación musical de varias horas… quizás para muchos sea un fracaso, pero no para nosotras. Hay que ser muy artista para equivocarse con arte.

martes, 13 de enero de 2009

LA NUEVA ÓPERA

Nuevos vientos soplan para la ópera. Un espectáculo que cuenta ya con 400 años de existencia evidentemente debe evolucionar con el paso del tiempo. La imagen clásica, a menudo errónea, de sopranos orondas y tenores barbudos estáticos en un escenario cantando sin mostrar emoción alguna ha pasado a mejor vida. La “nueva ópera” se ha convertido en un espectáculo llamativo y a veces grotesco donde unos y unas cantantes de muy buen ver hacen toda suerte de actos incoherentes sobre el escenario bajo el mando del director de escena. El director de escena se ocupa en un montaje de opera de todos los aspectos puramente teatrales del mismo. A saber: actuación de los cantantes e indicaciones sobre vestuario, decorados e incluso iluminación. Es decir, lo que vemos sobre el escenario. De lo que escuchamos sobre el escenario se ocupa el director musical. La dictadura de los directores de escena está alcanzando cotas que rayan el absurdo. Mal está que un cantante que representa a Don Juan esté estático sobre un escenario con la mirada perdida mientras se le van a llevar a los infiernos. Pero no está mejor que este tipo esté comiendo pizza y dando saltos como una rana ante la misma situación. Desde hace unos años los directores de escena han tomado la costumbre de presentar las óperas en otra época diferente de la marcada en los libretos originales. Este hecho hace que gran parte de los argumentos queden difuminados y enrevesados ante una acción y un vestuario que nada tiene que ver con las palabras y los hechos que representan los cantantes en escena. Ejemplos hay a cientos, y no siempre con un resultado negativo, pero entre los poco afortunados suele estar casi siempre Calixto Bieito. Sus montajes de ópera van desde lo ingenioso y efectivo a lo ridículo y absurdo. Como muestra un botón: el fragmento del final de Don Giovanni (impagable el chándal del Barça del protagonista). Además de la revolución en la dirección de escena, los nuevos cantantes, a veces con más belleza que voz, también han traído el mundo de la moda a los escenarios operísticos. Anna Netrebko, Miah Persson y Elina Garanca en las mujeres y Rolando Villazon, Juan Diego Flores entre los hombres son algunos ejemplos de cantantes atractivos y además con mucho talento. La ópera cambia, como cambia todo alrededor nuestro. Los montajes operísticos son innovadores y transgresores y los cantantes parecen estrellas de Hollywood. Pero al final todo esto acaba importando muy poco, siempre está la música. La música de Mozart, Rossini, Donizetti, Verdi, Puccini… que siempre se hará oír por encima de los divos, de los directores de escena y, por supuesto, de nosotras mismas.





En esta escena final de Don Giovanni (véase artículo del 11 de Noviembre de 2008) la estatua (o el fantasma) del fallecido comendador acude a la casa de Don Juan para cumplir la palabra dada a su asesino. Le insta a arrepentirse de sus crímenes y ante la negativa de éste le arrastra con él a los infiernos.

Éste es, a grandes líneas, el resumen de esta escena. Planteémonos tres supuestos:

· Calixto Bieito quiere mostrarnos los hechos de manera comprensible para el espectador.
No lo consigue. El espectador no se entera de nada de lo que está ocurriendo en escena. La actualización del argumento no aporta nada y los actores-cantantes contradicen con sus actos lo que están diciendo en sus diálogos.

· Calixto Bieito quiere, simplemente, provocar y molestar al público con un montaje “transgresor”.
Molestar sí que molesta, pero no como él lo había pretendido. Molesta al público por que con tanto ruido en escena es incapaz de escuchar la música de Mozart y molesta a los propios cantantes que tienen que estar dando saltos y haciendo estupideces, cuando deberían concentrarse en cantar. En cuanto a lo transgresor del montaje, esta sibila ya ha vivido muchos siglos como para que le llame la atención un refrito de Bigas Luna, Tarantino y Scorsese.

· Calixto Bieito sólo quiere echarse unas risas y hacer una farsa que haga sonreír al público.
Sería gracioso de no ser tan caro, de no ser porque los críticos “modernos” lo aplauden hasta romperse las manos y de no ser porque Calixto Bieito no tiene gracia. Sería más gracioso un montaje de Don Giovanni por los Morancos que éste del insigne Calixto.