miércoles, 11 de marzo de 2009

MI BLABLABLÁ FRENTE A BLU



Parece ser que el corazón se endurece con el tiempo a la par que la razón se torna más desconfiada y los sentidos más perezosos y altaneros; menos alegres y extrovertidos. Ya no reciben casi todo lo que les llega con el mismo agrado y la misma blancura que antaño, cuando éramos jóvenes. Y parece también que lo que nos emocionó en el pasado ya no nos emociona de la misma manera hoy; que el cariño por los objetos, las imágenes, las texturas, los sonidos y los olores se desgasta.
El paso del tiempo nos vuelve descreídos, nos revela la verdad de las cosas y las torna grises e impuras (nos hace perder la inocencia). Nos obliga a cuestionarnos las leyes que rigieron nuestro pasado. Y esperamos a que lleguen estímulos nuevos; verdades nuevas; leyes nuevas. Y recurrimos a las antiguas y ya no valen, o al menos no como antes. Apenas nos queda el recuerdo de cómo las sentíamos y las amábamos, casi como algo extraño; como una bofetada.
Cada estímulo parece hoy más complicado de despertar (ayer era, sin embargo, el pan nuestro de cada día). Aunque eso no nos amedrenta a la hora de buscar nuevos alientos que nos motiven y nos mantengan en la brecha.
El gusto por cualquier cosa es algo que se crea, se transforma y se destruye. A veces nos resistimos a abandonar el amor por una obra y volvemos a ella una y otra vez esforzándonos por sentir lo que sentíamos antaño. Es costumbre entre los mortales guardar copias de las obras que les gustan. Llegado un punto rara vez se revisarán y si se hiciera, debería ser con cuidado, pues la revisión continuada podría hacerles perecer en sus sentimientos. Podría volver las obras invisibles o estériles las sensaciones de estos. Ese acto reiterado las va volviendo contra ellos. Porque, aunque todos (sibilas y humanos) estamos hechos de sentimientos y sensaciones, éstas no son eternas y deben renovarse. Debe haber una búsqueda continua. Esto es algo que no podemos abandonar.
De otro lado, tal vez por eso tratemos de pasar a los demás el cariño por ellas, con la intención de prolongar un poco más el propio. A veces vemos cómo alguien sigue una senda semejante a la nuestra y descubre la verdad de algo de la misma manera en que lo hicimos nosotros. Ver sus límpidas sensaciones, su amor naciente, nos ayuda levemente a revivir de alguna manera las nuestras, ahora en proceso de oxidación.
A veces sentimos con la memoria y no con el corazón.
Las cosas son como son y no hay nada más en ellas. El resto lo ponemos nosotros. Las cosas tienen tantas almas como observadores y el aspecto externo gana terreno al aspecto sentimental con el discurrir de los años. El valor de las cosas va quedando en el camino para nosotros. El patrimonio indiscutible está en la materia. El otro tenemos que prenderlo en los demás.
En el presente de todos cada nuevo puñetazo de frescas emociones/sensaciones es un puto alivio, aparte de una tremenda alegría, porque ésta es la materia de la que están hechas la inercia vital, la salud (la otra), la voluntad, la ilusión y las ganas de vivir; una señal de avance, de no-estancamiento.
Por eso hay que incidir en los sentimientos cuando estos están receptivos; hay que morir (si se quiere, en sentido figurado) cuando se moriría por algo.
No sé si Blu tiene en mente todo esto cuando trabaja, pero es lo que me ha dado por pensar cuando he visto sus animaciones. Blu, es el nombre con el que se conoce a un artista argentino que proviene del mundo del grafiti. Su arte callejero ha ido derivando hasta la animación. Resulta sorprendente y maravilloso ver como esos dibujos tan interesantes cobran vida en los muros de tapias y edificios anodinos.
Blu pinta algo, pone el cariño en algo que va a destruir tras hacerle una foto, en favor de su cinética posterior. Destruye su obra sepultándola bajo otra nueva; y de ella sólo queda el testimonio de la imagen fotográfica.
En ocasiones, en un frame (fotograma; fotografía), aparecen transeúntes, espectadores ocasionales; amigos. A Blu no le importa. Embellecen el producto y le confieren un carácter extraño. Por un lado le proporcionan autenticidad. Por otro resaltan el concepto de efímero; de algo puntual que está sucediendo allí y en aquel momento; sin posibilidad de repetición.
Asombra la duración de las animaciones, que ronda los siete u ocho minutos. Eso revela la capacidad de sacrificio de Blu. Su compromiso. Su colosal trabajo. Huelga decir que hacen falta muchas (muchísimas) pinturas para conseguir una animación de siete u ocho minutos.
Por otro lado, lo hace a la vista de todos. Compartiéndolo, dando la posibilidad a los demás de ser parte esencial de la obra.
Un matiz fundamental por lo que emociona una obra artística es porque la sabemos hecha por alguien; por un semejante. Emociona pensar en la pasión puesta por ese alguien; en su latido en cada gesto; en su forma de vivirla. Cabe pensar en la bondad de su arte; en sus intenciones; en su sinceridad; en su verdad. En Blu todo eso es constatable de primera mano.
Existe en el ser humano la necesidad de perpetuar la belleza, tal vez por su fe en que ésta sea un vehículo de felicidad. Pero qué pasa con la belleza efímera. Ésta crea un estado de ansiedad pues no podemos apropiárnosla. El arte efímero no tiene la oportunidad de envejecer y de echarle un pulso al cariño; ese que puede que se borre con el tiempo.
Es cierto que siempre queda testimonio, ya sea fotográfico, videográfico o de cualquier otra índole. Pero la obra original se pierde para siempre. Y los que han asistido pueden guardarla en la memoria con todos sus detalles por un tiempo limitado. Luego se va deshaciendo, se va desenfocando, empañando (lo que se ha registrado es otra cosa). Y aunque se nos va otro vehículo de felicidad, cabe la posibilidad de pensar que mereció la pena y qué es mejor así. Ahora, hay que afanarse en tropezar con otro.

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