miércoles, 24 de diciembre de 2008

SIN RESPUESTAS

El hecho de ser una sibila tonta e ignorante (frente a los grandes sabios que andan por ahí abajo), de cuando en cuando, tiene sus ventajas. La principal es la tranquilidad (relativa) que da tener consciencia del basto terreno por descubrir que hay ante mí todos los días. De tantas (y tan buenas) formas es el hombre capaz de expresarse desde hace cuántos, ¿quinientos siglos?, que ni siquiera las sibilas con nuestra longeva vida llegamos a abarcarlas.
A parte de la experiencia de algunos nobles sentimientos lo de ofrecer cosas que de pronto, sin saber por qué, reblandecen el corazón es lo más alucinante que los seres humanos son dueños de aportar a una servidora.
En general, ésta es una sensación estupenda como digo, aunque a veces también se convierte en un sentimiento torturador, como, por ejemplo, cuando surge insistentemente desde todos los rincones de mi estrecho cerebro la frase: NO HAY TIEMPO QUE PERDER.
Hace unas semanas tropecé con una biblioteca. Uno de esos extraños lugares, entre horteras y fascinantes, que me producen un sentimiento de envidia y de hastío, pues a mí los libros me gustan en propiedad. Cuando un libro me emociona me gustaría verlo lucir para siempre en mi estantería. Si ese libro me lo ha prestado, por ejemplo, una biblioteca, me fastidia tener que devolverlo. Y por otro lado me resulta extraño ir a la librería y pagar por un libro que ya he leído y disfrutado. Es un extraño problema para el que, de momento, no tengo solución. A veces me digo que no volveré a una biblioteca nunca más. Pero lo cierto es que cada vez que paso por delante de una de ellas, me resulta muy difícil no entrar. No sé, tal vez sea a causa del mareo que supone pasear por entre los pasillos de libros. El no saber a dónde mirar. El ansia de tener algún día todos esos objetos en mi cueva. Los dibujos, las portadas, las encuadernaciones, los tipos… Creo que la borrachera de todo esto es lo que me incita a visitar estos lugares una y otra vez. Quizá piense (y no me atreva a reconocérmelo) que pasar un ratito allí dentro de cuando en cuando sea suficiente para quedar inoculada con algo de la información que allí se guarda. Maldita idiotota.
Lo cierto es que muchas veces pillo prestados libros o discos o películas que tras tener unas semanas en mi cueva ni leo, ni escucho ni veo. Pero da igual. Pasar un rato en una biblioteca es como hacer una buena acción: Es una cosa que hace sentir bien aunque a veces no sirva para nada.
Sin embargo, hay veces que sí leo o escucho o veo lo que pillo prestado. Una de estas veces que me senté a ver fue para descubrir Blow up (que tiene un infame y absurdo subtítulo en la versión española: Deseo de una mañana de verano), la peli de Antonioni. Es una peli del 67, así es que imagino que, como de costumbre, soy la última en descubrirla.
Me repanchingué en el catre, le dí al “on” y empecé a ver.
Durante el transcurso de la primera escena me tuve que incorporar porque había algo en aquellos fotogramas que me parecía, no sé, muy bello.
Luego vino la sesión fotográfica del prota con aquella modelo en la que terminaban haciendo el amor sin hacerlo. Y luego las demás. Las escenas eran muy largas y se hablaba muy poco. Había mucho de surrealista, de sinsentido. Me gustan las cosas bellas que no necesitan de un sentido.
Blow up aborda, entre otros, un tema que, como actividad preferente de las sibilas que es, siempre me ha excitado mucho: la observación. Esa actividad del voyeur que, en mayor o menor medida, tod@s llevamos dentro y que se ha explorado tantas y tantas veces en el arte. Ahora me vienen a la cabeza El hombre invisible, La ventana indiscreta o la pintura de Hopper, por ejemplo. Esa extraña atracción por asomarnos a la intimidad de los demás sin que estos lo sepan (o a veces sí lo sepan pero hagan como que no lo saben o, sencillamente, no les importe).
Me cautivó desde la primera secuencia (Londres, la cara del prota…) el poder hipnótico de las imágenes.
Si algo me ha gustado siempre de la fotografía frente a la imagen en movimiento es esa mayor facilidad para hacernos creer cualquier cosa. Que esto ocurra en el cine resulta admirable. La verosimilitud es muy importante para mí en el cine, sea la película del género que sea, y ésta es una cuestión más dependiente del trabajo de los actores, del argumento y de los diálogos que de los efectos especiales.
También hay una cuestión en Blow up que a esta sibila atrae mucho y es el interés del director por mostrar el proceso de la investigación más que los resultados obtenidos a partir de la misma.
Para disertar sobre estos últimos (los resultados) ya estamos los demás. O lo están los que quieren una explicación; los que necesitan respuestas. En cierto modo éste es el trabajo de los críticos. A mí modo de ver inventan nuevas historias a partir del trabajo de otros.
Esta película me ha traído a la memoria un pequeño ejercicio que suelo practicar y que me divierte sobremanera. Consiste en poner un trabajo propio que ya tenga cierto tiempo frente a mis narices y rememorar los caminos que me hicieron llegar hasta allí. A menudo descubro caminos nuevos o enlazo con otros que a veces me llevan a nuevos lugares en una ramificación que podría no tener final.
Hay tantas explicaciones para cada cosa como queramos dar.
Me divierte descubrir de cuando en cuando como los artistas bromean con los análisis que de sus obras hacen los demás. Si por algo me gustaría ser una artista (si tal cosa fuera posible) sería porque otros analizaran mis obras y alumbraran nuevos significados y caminos.
Pero, como decía al principio, de Blow up me ha emocionado, sobre todo, como Antonioni juega con la impulsividad, con la imprevisión de los personajes. Los hombres (y mujeres) de Blow up hacen continuamente cosas incomprensibles, sin sentido, lo que hace de ellos seres fascinantes. Esos actos espontáneos y absurdos a mí me resultan muy divertidos e inspiradores. Tal vez porque crea que este comportamiento es propio (al menos más que otros) de los que son libres.


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